domingo, 12 de julio de 2015

Termo Flash



Hace varios días que aterricé en Guinea para trabajar como epidemióloga en la respuesta frente al virus del ébola. Desde que he llegado no dejo de preguntarme por qué esta maldita epidemia parece no tener fin y por qué lo veo todo cada vez más difícil cuando aparentemente no tiene vuelta de hoja: sumar, restar, discutir, consensuar, actuar, controlar.

Esta imagen presenta un proceso sencillo de vigilancia epidemiológica (he preferido no publicar la fotografía original y agradezco al delineante que haya captado la esencia de la imagen). La clave del proceso es el Termoflash, ese aparato que mide de forma instantánea la temperatura. Vemos cómo se utiliza con los contactos recientes de un caso de ébola, a los cuales intentamos detectar síntomas de forma temprana para poder clasificar e idealmente tratar, pero sobre todo para evitar el contagio de otros potenciales contactos. Aparecen los agentes comunitarios que se involucran en el proceso de medición y seguimiento, permitiendo así una mayor aceptación social del mismo y un empoderamiento de la población vulnerable. Alrededor, diferentes organizaciones internacionales brindan su apoyo, supervisan e invierten dinero, mucho dinero, en la lucha contra la epidemia.

No entiendo por qué, estando todo aparentemente tan claro y definido, me siento frente a las piezas de un rompecabezas imposible. Como vengo de otros mundos, me digo, no entiendo nada o creo que no entiendo nada, pero cada noche me acuesto bajo una mosquitera inundada de desazón. 

Hasta que hoy por la mañana he tomado esta fotografía.

Normalmente es difícil ver las cosas desde dentro. Sólo cuando te escapas detrás del escenario adviertes los matices. Entonces, la imagen se torna gris plomizo. Empiezo a ver cómo en el siglo XXI la lucha ya no es de acero. Cómo el primer mundo dispara perdigones de vida que en el trayecto entre la mano ejecutora y la bala se transforman, por un extraño mecanismo termo-regulado,  en medidores de angustia e incertidumbre. El arma es empuñada por un vecino del barrio, henchido de orgullo por haber ascendido a corneta a un módico precio. La escena es observada por vigilantes globales, que vienen a hacer alarde de la globalización y sus condolencias. Paradójicamente, el arma, que parece estar destinada a sanar, se utiliza para detectar y sentenciar enfermos. Estos proscritos, que han de resignarse a que un objeto de plástico determine su destino, viven con su carga, su culpa y su yugo entre disparo y disparo.

Esta arma con piel de cordero no está destinada a quitar la vida de un plumazo, pero ha creado el miedo y la desconfianza en una sociedad entera. Año y medio después del comienzo de La Epidemia, sigue inundado las calles, los pasos fronterizos y los controles de aeropuerto. Ha cohibido la libertad y aturdido el entendimiento. Ha cerrado fronteras, ha marcado a la gente como ganado y ha permitido también la evacuación de unos pocos con la suerte de tener un pasaporte distinto. Poseer una hace sentir nuestra casa un poco más protegida, sentirla contra la sien nos hace más conscientes de nuestra vulnerabilidad.


Esta arma es un símbolo de la sociedad de hoy, mucho más compleja y más sibilina en sus mecanismos de presión social. Un inteligente y cruel instrumento del que se sirve el cobarde que mueve los hilos en la sombra, porque va más allá de la razón, porque nos hace ignorar con quién estamos luchando, porque nos hace creer que el enemigo está dentro.

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